A veces trabajar con una
cámara grabando testimonios personales puede ser mucho más que una simple
actividad laboral. Es en estas contadas ocasiones cuando más sentido cobra la
afirmación de Rabiger “si a menos de 15 kilómetros a tu
alrededor no encuentras una historia que contar, cambia de oficio”.
Es cierto que desde mi
estudio hay una distancia mayor hasta la cuenca, donde tomé memoria gráfica de
los recuerdos de aquel grupo de mineros retirados. Pero no lo es menos que
dejaron de importarme los gastos de producción en cuanto pude encuadrar
aquellas manos. De repente, en el visor de mi equipo tomaron cuerpo músculos en
escorzo, ceños fruncidos, miradas profundas como la caña del pozo que,
periódicamente, les prestaba y arrebataba la luz del sol. No podía enfocar sin
tener presentes a aquellas mujeres que siempre esperaban con los guajes y el
alma llena de angustia.
A través del lento
desgranar de sus recuerdos iba tomando cuerpo toda una forma de entender la
vida. Se justificaba en cada dato el hecho cultural irrenunciable de su lucha
por la supervivencia. Cuando hablaban, con esa franqueza en la mirada, de las
jornadas interminables; de lo que era barrenar a polvo, sin protección alguna;
de los salarios miserables; de las triquiñuelas al falsear la edad, para poder
ir a pedir modo y empezar en el tajo; de la fame que pasaron y de la que era
preferible no acordarse; la vida, nuestra vida de hoy en día se posterizaba
grotesca y yo sólo anhelaba que siguiesen contando más y más.
Nunca podré olvidar el
relato, escalofriante en su sencillez, de la decisiva intervención de uno de
ellos en el salvamento de otro. Las frases cruzadas de ambos; lo providencial
de aquel taponar una hemorragia por la que la vida escapaba a borbotones. La
presencia de los dos mineros contando a cámara su historia me hizo comprender
de una forma indeleble de qué pasta estaba hecha esa gente.
Y hablaron de la
represión; de la crueldad de las palizas; de la progresiva toma de conciencia
de clase; de la camaradería; de la solidaridad. En sus historias se palpaba un
trasfondo común; habían participado en la creación de una sociedad que, para
bien o para mal, iba a configurar un futuro diferente para los suyos. Todos
llegaban a un punto en el que pasaban de ascender por una cuesta empinada de recuerdos
progresivamente más amables: las celebraciones, las fiestas en su patrona, la
mejora de las condiciones laborales y de seguridad, el ver cómo sus hijos
salían adelante; y de pronto se pronunciaba la palabra maldita, futuro. Y a
todos ellos se les torcía el gesto.
Este puñado de
luchadores, tallados en el acero del sacrificio diario, orgullosos de su pasado
y razonablemente conformes con un presente que, en muchos de ellos, arrastraba
claras secuelas de las condiciones en que habían desempeñado su oficio,
cambiaban el tono al hablar de un futuro más que incierto para su tierra y para
sus gentes.
Estoy seguro de que no
exagero al afirmar que sospechaban que su mundo se acaba y que flotaba en el
ambiente la convicción de que un cierto castigo político de quienes en otros
tiempos les utilizaron, va a obligar a la inexorable desertización social de
unos territorios que dieron lo mejor de sí y que se han visto, a posteriori,
irremediablemente condicionados por las consecuencias de las actividades a las
que, en cierto modo, les condenó el incipiente capitalismo del momento.
Ninguno de ellos pareció
tener dudas acerca de las posibilidades de que una reindustrialización seria
insufle nueva vida en su cuenca. Diríase que sospechan que en los tiempos que
corren los amos de siempre preferirán buscar operarios en colectivos con una
menor tradición de lucha obrera.
Siempre me sorprendió
ver el afán con el que los paisanos hojean los periódicos en esos chigres que
tanto les gustan. Da qué pensar: ¡mineros que leen!.
Mariano Bermejo
1 comentario:
Joder Mariano, menudo escrito, con cosas así como no vamos a leer. Este blog debería ser referente literario en la red.
Publicar un comentario