que los años me olvidaron"...
Así, con esta, tan hermosa como punzante frase, el recientemente fallecido, e insuficientemente reconocido, Marcos Ana, describió, en su excelente poema titulado "Decidme cómo es un árbol", cuanto de doloroso es el olvido que el paso del tiempo trae sobre las cosas que no vemos, bien porque no te dejan verlas, como era en su caso, porque llevaba 22 años preso por el "solo hecho" de ser comunista, o bien porque esas cosas ya no están.
Decidme cómo es un minero es una frase que, triste pero inapelablemente, empezará a oírse, y se oirá, por la segunda causa. Porque, poco a poco, ya no quedan, quedamos, mineros. Lamentarse ahora de quién, o quiénes, eliminaron (he elegido el verbo a propósito) a los mineros, es un debate que ya no nos lleva a ninguna parte. Los culpables, el PP básicamente, ha sabido infiltrarse y asentarse de tal manera, en las cuencas mineras, que asusta la cantidad de seguidores electorales que tiene entre los "cadáveres" que aquí dejó. Así que solo cabe decir aquello de: sarna con gusto no pica, aunque mortifica.
Pero, más allá de esta triste realidad, como cada 4 de diciembre, es santa Bárbara, la patrona de los mineros.
Recuerdo, de cuando niño, como, tal día como hoy, en la incipiente madrugada las atronadoras salvas despertaban al pueblo que, en esas, cosas del otoño tardío, aún estaba en penumbras. Recuerdo esas tracas dinamiteras marcando el inicio del día, posiblemente, más festivo de todo el año. Quiero recordar como aquellos cartuchos de dinamita, detonados al aire, le decían al pueblo que escondiera las penas, que guardase, bajo siete llaves, los hoscos silencios de sus justificados y presentes, muy presentes, llantos. Y el pueblo, minero hasta la médula, así lo hacía.
Más tarde, cuando la claridad del sol surgía por encima del Urzal, los otros colores, los primarios de la luz, empezaban a repartirse por las alomadas tejas árabes de las Casas Bajas, por las arrasadas laderas del encinar y, también, por los abigarrados y nuevos trajes de fiesta que las gentes paseaban por la plaza del pueblo.
Todo era alegría.
Recuerdo como, hacia el mediodía, la Brigada de Salvamento, con sus espectaculares atalajes de faena, sacaban, en volandas, la imagen pálida y, al tanto desteñida, de la "santina". Una marabunta de mineros la observaba levitar, ondulante e insegura por el desacompasado caminar de quienes, por la calle principal, la portaban sobre sus hombros. No era cuestión de ateos o creyentes, nadie, que yo sepa, abrió nunca ese innecesario intercambio de pareceres. No, no era una cuestión de una fe religiosa lo que les aunaba, sino la fuerza de poder unirse en torno a algo, a un sentimiento, a una palabra que todo lo abarcaba: minero.
Y también recuerdo que, al principio a modo de runrún, empezaban a oírse las primeras estrofas del "Santa Bárbara bendita". Sonaba desgarrador, como desgarrado himno que es. Nadie escondía su voz, ni su emoción, si acaso, algún despistado, que invertía el orden de alguna estrofa, ponía la nota alegre a lo que no deja de ser el canto triste de una maldita realidad. Cada palabra, cada frase de la canción, salía de sus entrañas, ardiendo en su boca, como si fuese una atado de estopa seca en un horno de pan. Sí, era un grito, o mejor, un canto a voz en grito. La canción acababa pero los corazones de los mineros quedaban, suspendidos en el tiempo, anhelantes, y, en los ojos de cada uno de ellos, amanecía un brillo silencioso y vibrante, como si de un aullido no emitido se tratase.
Decidme cómo es un minero. Si algún día yo oigo esa pregunta, para responder, solo tendré que cerrar los ojos y recordar a aquellos hombres rudos y nobles que, sabiendo bien de lo que hablaban, se decían: "suerte, nos vemos arriba"...y arriba no era en el cielo. Arriba era en la calle donde jugábamos nosotros, sus hijos, y esperaban ellas, nuestras madres, las impagables mujeres de los mineros. Me bastará con cerrar los ojos y recordar a todos los hombres que un día, tal como hoy, celebraban orgullosos que eran mineros.
Me siento un privilegiado porque yo nunca necesitaré preguntar cómo es un minero. He visto tantos, tantos, que jamás necesitaré que nadie me describa como son, o eran. El placer de haber compartido vida con esas personas tan, a la vez, sencillas como excepcionales, es una recompensa impagable para mí.
Yo no les olvido, y haré todo lo posible porque su historia de lucha, a la que tanto debemos, no se olvide.
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