La mañana se levanta perezosa en Fabero. El frío ya es el propio del invierno y una ligera niebla cubre la media altura del municipio. La conversación del café es la habitual, entre los que hacen un alto en la obra y los que se preparan para entrar en la oficina. En el ambiente se respira una ausencia y uno entiende desde el primer momento que el Fabero que se presenta ante los ojos poco tiene que ver con el de hace no tantos años. No hay un solo momento en que en la amena charla no se note que, ese pueblo que hoy se despereza entre la neblina y un sol que calienta poco, añora un pasado condenado a vivir en la memoria colectiva. El café, bien acompañado del churro, ayuda a componerse la escena. Nadie se prepara ya para ir al auténtico tajo. La jornada es larga.
Según se llega a Fabero desde Ponferrada se empieza a intuir, allá en lo alto, la grúa del Pozo Julia. Se eleva inmóvil como un símbolo de un pasado próspero. A Fabero no le faltan símbolos de lo que fue, colocados de manera más o menos voluntaria. La Escuela del Ayer, con su cristalera tricolor; su Monumento al Minero, condecorado con una corona de flores y su calle principal, con gran parte de sus comercios castigados con la lápida de esta década, que no es otra que el cartel de ‘se traspasa’.
Pero no todo iba a ser resignación. En lo alto, el Pozo Julia aún guarda el recurso minero que Fabero busca valorar primero y que lo valoren los demás después. Alegría y Jose esperan dentro de lo que fue el edificio en el que estaban los vestuarios. Fuera hace frío, pero lo que hace dentro convierte a Fabero en paraíso tropical.
Allí, con la emoción propia del que enseña algo suyo, Alegría muestra dónde se cambiaba un millar largo de mineros antes y después de entrar al tajo. Un pabellón enorme de cuyo techo cuelga un ingenioso sistema de cables y perchas donde colgar monos o ropa de calle, según tocara, y el jabón para la ducha. Cada nivel profesional tenía su espacio, que ahora es aprovechado por la Facultad de Bellas Artes de la Complutense madrileña para componer y exponer obras de todo tipo. Ingenieros por un lado y mineros por otro, aunque según a qué parte se dedicaran «la relación era más o menos estrecha, porque algunos eran considerados de los nuestros».
Juan Alegría también tiene momento para destacar el necesario papel de las mujeres. Madres y hermanas fueron parte del mundo que rodea a la mina, sufriendo, trabajando y luchando tanto o más que los hombres. De hecho, comenta el minero, «empezábamos a trabajar con catorce años, niños y niñas». En aquella tierna edad, en el lavadero de La Recuelga, salía el carbón del Pozo Julia después de quince kilómetros de trayecto y ellos volcaban aquellos vagones. Un trabajo duro al que llegaban después de un buen trecho en bicicleta. «Estábamos locos», recuerda risueño el minero.
Al Pozo Julia se le guarda un respeto imponente en Fabero. La empresa encargada de su explotación, Antracitas de Fabero, fue referente durante el régimen y, con sus fallos y aciertos, «siempre miraron por los trabajadores, especialmente cuando empezó a estar presente el tema de la seguridad» como asegura Jose, otro de los que fueran mineros del Pozo encargado ahora de mostrar las instalaciones.
Toca salir fuera. Antes de entrar en la réplica a escala real de lo que hay a 300 metros de profundidad, Alegría muestra las grandes máquinas compresoras, un alarde de ingeniería estadounidense que está en Fabero fruto del amor entre un descendiente del dueño primigenio y una bella muchacha del nuevo continente.
La enorme jaula del Pozo Julia recibe antes de entrar en la recreación. De las profundidades llegan sonidos de agua que Alegría confirma: «Está todo inundado, pero se podría llegar a veinte metros de profundidad y poder recrearlo a esa altura, nosotros nos comprometemos a montarlo». Junto a la jaula aguarda la entrada de la réplica, perfectamente construida por un grupo de trabajadores de la mina.
No falta detalle. Todo es casi igual que en aquella mina que funcionaba a pleno rendimiento a partir de la década de los 50. Las herramientas, la cartelería y el tajo están presentes y apoyados gracias a la explicación vivencial de Alegría, que entre anécdotas desgrana con naturalidad la dureza de un oficio que lo fue todo y que ahora parece fruto de un pasado demasiado lejano. En esta nueva galería creada el visitante comprueba de primera mano la labor de estibadores, picadores y demás ramas mineras con la intensidad de quien cuenta lo que vivió.
En pocos días, Fabero subirá a Santa Bárbara en procesión hasta esta recreación para que pase la noche. Tomarán chocolate y bizcocho recordando cómo la prosperidad que se encontraba en las profundidades del pueblo se escapa en camiones que llegan de Gijón directos a Compostilla, la famosa térmica de la zona.
Alegría y Jose despiden la visita no sin antes ofrecer una charla sincera sobre la realidad minera y recomendar un buen sitio para que el recuerdo de Fabero quede también en el estómago. En el horizonte, los cien años que cumplirá el despegue del carbón en el municipio el próximo 2017. Un siglo en el que las cuencas han pasado del todo a la nada.